Se cuenta que la Humildad decidió hacer un viaje para bendecir a un pueblo que vivía en una tierra distante y muy pobre. No había entre aquella gente nadie bendecido, el pueblo vivía en la más absoluta miseria, sin rey y sin reina.
El camino a aquella ciudad era bastante largo y arduo, lleno de piedras y, más adelante había que atravesar un río caudaloso. Por eso, la Humildad buscó un barco para transportarla.
El primer barco que encontró era bonito y grande. No le faltaba nada de los más famosos yates, que navegan “por los siete mares”. Tenía inmensas velas, sus herrajes eran de oro puro y la madera que cubría su casco era la más noble que había.
Así que la Humildad le pidió ayuda, el barco se dispuso a colaborar, pero el pago que exigió fue altísimo: quería que la Humildad le diese gloria y admiración, por su belleza y fuerza. Ella no tenía como pagar el precio pedido por el barco y entonces otro pasajero lo alquiló y partió de viaje.
La Humildad entonces encontró otra embarcación. Era también muy bella, lista para cruzar aquellas aguas, pues tenía un motor de gran potencia. Quería un pago en oro y plata, cuyo valor era incontable. Mientras que la Humildad se espantaba con el precio, otro pasajero apurado se lanzó sobre él con un cofre lleno de oro sobre la cubierta, y se fue a navegar.
El tercer barco que la Humildad encontró no era tan hermoso como el primero, ni tenía la fuerza del segundo. Mientras que cuando supo la importancia de su misión, transformar la vida de los miserables, el barquito comenzó a moverse y alegre la llevó al otro margen del río, venciendo la distancia y la fuerza de la corriente.
De otro lado, el pueblo esperaba la llegada de la Humildad para bendecirlo. Cuando los barcos llegaron corrieron al primero, atraídos por su belleza, el pasajero que encontraron allá era el Orgullo, y quien lo recibió terminó maldecido.
Otro gran grupo corrió al segundo barco, atraído por el rugido del motor fuerte y por el oro que relucía en su cubierta. El pasajero que estaba allá, triste desilusión, era el Amor al Dinero y, así quien allí corrió se volvió todavía más miserable.
Solamente algunas pocas personas vieron al tercer barquito algo más fuerte que la belleza del primero y la fuerza del segundo. Corrieron a su encuentro y, que maravilla, encontraron a la Humildad y se volvieron muy felices. Fueron todos honrados.
La mayor virtud enseñada por las Sagradas Escrituras es la humildad; a ella siempre la precede la honra. El Señor Jesús nos garantizó que aquel que se humilla heredará el Reino de Dios y será exaltado.
Israel esperó varios reyes y todavía espera el Mesías. El Señor Jesús, nuestro Salvador, vino montado en un pollino. El era el Rey que ofrecía la otra mejilla a Sus enemigos, atendía a los pobres, comía con los pecadores y no luchó por la gloria de este mundo.
Los judíos esperaban un Rey que luchase contra el dominio romano y les devolviese la gloria de los tiempos de David. Por eso no lo aceptaron.
El Señor Jesús es la Humildad, nosotros, los cristianos, somos los barquitos. Si Lo llevamos a las personas, los que sufren serán bendecidos.
El camino a aquella ciudad era bastante largo y arduo, lleno de piedras y, más adelante había que atravesar un río caudaloso. Por eso, la Humildad buscó un barco para transportarla.
El primer barco que encontró era bonito y grande. No le faltaba nada de los más famosos yates, que navegan “por los siete mares”. Tenía inmensas velas, sus herrajes eran de oro puro y la madera que cubría su casco era la más noble que había.
Así que la Humildad le pidió ayuda, el barco se dispuso a colaborar, pero el pago que exigió fue altísimo: quería que la Humildad le diese gloria y admiración, por su belleza y fuerza. Ella no tenía como pagar el precio pedido por el barco y entonces otro pasajero lo alquiló y partió de viaje.
La Humildad entonces encontró otra embarcación. Era también muy bella, lista para cruzar aquellas aguas, pues tenía un motor de gran potencia. Quería un pago en oro y plata, cuyo valor era incontable. Mientras que la Humildad se espantaba con el precio, otro pasajero apurado se lanzó sobre él con un cofre lleno de oro sobre la cubierta, y se fue a navegar.
El tercer barco que la Humildad encontró no era tan hermoso como el primero, ni tenía la fuerza del segundo. Mientras que cuando supo la importancia de su misión, transformar la vida de los miserables, el barquito comenzó a moverse y alegre la llevó al otro margen del río, venciendo la distancia y la fuerza de la corriente.
De otro lado, el pueblo esperaba la llegada de la Humildad para bendecirlo. Cuando los barcos llegaron corrieron al primero, atraídos por su belleza, el pasajero que encontraron allá era el Orgullo, y quien lo recibió terminó maldecido.
Otro gran grupo corrió al segundo barco, atraído por el rugido del motor fuerte y por el oro que relucía en su cubierta. El pasajero que estaba allá, triste desilusión, era el Amor al Dinero y, así quien allí corrió se volvió todavía más miserable.
Solamente algunas pocas personas vieron al tercer barquito algo más fuerte que la belleza del primero y la fuerza del segundo. Corrieron a su encuentro y, que maravilla, encontraron a la Humildad y se volvieron muy felices. Fueron todos honrados.
La mayor virtud enseñada por las Sagradas Escrituras es la humildad; a ella siempre la precede la honra. El Señor Jesús nos garantizó que aquel que se humilla heredará el Reino de Dios y será exaltado.
Israel esperó varios reyes y todavía espera el Mesías. El Señor Jesús, nuestro Salvador, vino montado en un pollino. El era el Rey que ofrecía la otra mejilla a Sus enemigos, atendía a los pobres, comía con los pecadores y no luchó por la gloria de este mundo.
Los judíos esperaban un Rey que luchase contra el dominio romano y les devolviese la gloria de los tiempos de David. Por eso no lo aceptaron.
El Señor Jesús es la Humildad, nosotros, los cristianos, somos los barquitos. Si Lo llevamos a las personas, los que sufren serán bendecidos.